LITIO GATE: LOS RECURSOS LIQUIDOS DEL GOBIERNO

En el norte argentino, el desierto brilla. No sólo por el sol que cae a plomo sobre las Salinas Grandes, sino por un mineral que, en el lenguaje de la transición energética, se volvió sinónimo de progreso: el litio. Pero debajo de esa promesa tecnológica —autos eléctricos, baterías verdes, movilidad sostenible— hay una disputa feroz por el territorio, los derechos y la soberanía.

Argentina se ubica en el centro de la escena mundial del litio junto a Bolivia y Chile, conformando el llamado Triángulo del Litio. Sin embargo, a medida que las exportaciones se multiplican y los inversores celebran, los pueblos originarios del norte —kollas y atacamas, principalmente— denuncian que las concesiones se otorgan sobre sus territorios sin consulta previa, vulnerando tratados internacionales como el Convenio 169 de la OIT. En nombre del desarrollo, el Estado cede soberanía. En nombre de lo “verde”, las corporaciones blanquean un extractivismo cada vez más sofisticado.

Lo que está en juego no es sólo la propiedad del recurso, sino el modelo de país. Los gobiernos, sean del signo que sean, parecen coincidir en un punto: los recursos naturales siguen siendo fichas de negociación. El litio, el petróleo, el gas, la soja —todos se transforman en moneda de cambio en un tablero donde los actores financieros globales dictan las reglas. JP Morgan, BlackRock, Lithium Americas, Posco o Ganfeng Lithium no necesitan tanques ni golpes de Estado para asegurarse rentabilidad: les basta con tratados bilaterales, zonas francas y la bendición de los ministerios de Producción.

En la Patagonia, la historia se repite con otros minerales y nombres. Las comunidades mapuches enfrentan desalojos bajo órdenes judiciales que favorecen a empresas mineras o forestales. En el Chaco, los qom y wichí observan cómo los desmontes y la expansión del agronegocio arrasan sus tierras ancestrales. El patrón es claro: los recursos del subsuelo argentino se negocian con el mismo ímpetu con que se negocian los votos en el Congreso.

El litio, en particular, encarna una paradoja brutal. Mientras el discurso oficial lo presenta como la llave del desarrollo sostenible, la realidad es que el proceso de extracción consume millones de litros de agua dulce en zonas áridas donde cada gota vale oro. En Salta y Jujuy, comunidades enteras ven secarse sus ríos y lagunas, mientras las mineras prometen escuelas y puestos de trabajo que nunca llegan.

La discusión pública sobre el litio debería trascender la narrativa del “oro blanco”. No se trata sólo de cuántos dólares ingresan o de quién firma los contratos, sino de repensar qué entendemos por desarrollo. La “economía verde” no puede construirse sobre el despojo. Y los gobiernos que negocian esos recursos como si fueran líquidos —fluidos, maleables, intercambiables— están hipotecando algo más valioso que las reservas fiscales: están licuando el tejido social y territorial del país.

En el fondo, el Litio Gate no es un escándalo por descubrir, sino una práctica normalizada. La Argentina sigue siendo un territorio de frontera, un espacio donde los recursos naturales se transan con la misma lógica colonial de hace quinientos años, sólo que ahora con drones, informes ESG y promesas de carbono neutro.

Quizás el desafío no sea encontrar nuevas formas de extraer, sino nuevas formas de habitar. De mirar el territorio no como una fuente de riqueza, sino como una comunidad de vida. Mientras tanto, las montañas del norte siguen brillando, y ese brillo, si uno lo mira bien, no es el del progreso, sino el de la advertencia.

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