Durante décadas, la pedagogía tradicional sostuvo una estructura jerárquica: el maestro como transmisor de saberes, el aula como espacio de orden, el libro como fuente legítima de conocimiento. Hoy, ese esquema cruje. No por la falta de vocación docente ni por la crisis institucional de las escuelas, sino porque el mundo que las rodea cambió más rápido de lo que pudieron adaptarse. Las tecnologías digitales no son una herramienta más; son un nuevo ecosistema cultural que redefine lo que significa enseñar, aprender y, sobre todo, habitar el conocimiento.
Desde el celular hasta la inteligencia artificial, pasando por las plataformas de streaming o los videojuegos, los dispositivos digitales se convirtieron en mediadores cotidianos del aprendizaje. Los chicos aprenden —aunque no siempre en el sentido escolar del término— en YouTube, TikTok, Discord o Twitch. No sólo adquieren información, sino que construyen modos de pensar, de expresarse y de relacionarse. La educación formal, en cambio, sigue anclada en la lógica del siglo XIX: un profesor, un pizarrón, un grupo de alumnos alineados y un programa que rara vez dialoga con la realidad digital.
El resultado es un desfase creciente entre la cultura escolar y la cultura digital. La primera exige atención lineal, disciplina y silencio; la segunda, inmediatez, fragmentación y participación. En ese choque se juega mucho más que una cuestión de método. Se disputa el sentido mismo del aprendizaje y la legitimidad del saber. ¿Por qué la explicación de un docente debería tener más valor que un video viral que logra explicar el mismo contenido con humor y animaciones? ¿Qué significa “autoridad pedagógica” en un mundo donde cualquiera puede producir y distribuir conocimiento?
Los gobiernos y los ministerios de Educación intentan responder con políticas tecnológicas que, en el mejor de los casos, se limitan a repartir computadoras o capacitar docentes en el uso de plataformas. Pero el problema no es técnico, sino cultural. No se trata de incorporar tecnología, sino de repensar la pedagogía. El desafío del siglo XXI no es digitalizar la escuela, sino reinventarla desde una nueva gramática.
En esa transformación, la figura del docente no desaparece, pero cambia radicalmente. Ya no puede ser el centro exclusivo del saber, sino un mediador, un curador, un diseñador de experiencias de aprendizaje. La educación no se mide por la transmisión de contenidos, sino por la capacidad de generar pensamiento crítico frente a la sobreabundancia informativa. Educar hoy implica enseñar a leer pantallas, algoritmos, discursos, emociones y redes.
Por otro lado, las tecnologías digitales también democratizan el acceso al conocimiento y habilitan formas de educación informal que el sistema escolar no puede —ni debe— ignorar. Cursos online, tutoriales, foros, comunidades de práctica, inteligencia artificial generativa: todo ese universo conforma una nueva esfera educativa no institucionalizada, pero profundamente formativa. La frontera entre aprender dentro o fuera de la escuela es cada vez más difusa, y esa porosidad es una oportunidad si se la comprende, o una amenaza si se la niega.
No obstante, la digitalización no es neutral. Las plataformas que median el aprendizaje responden a intereses económicos y lógicas algorítmicas que moldean el pensamiento y la atención. Una pedagogía del siglo XXI debe incluir una mirada política sobre la tecnología: quién la produce, para qué, bajo qué valores. Enseñar a pensar críticamente en la era digital no es sólo enseñar a usar herramientas, sino a comprender los sistemas de poder que las sostienen.
La pandemia dejó en claro que las pantallas pueden sostener la continuidad educativa, pero también expuso la brecha tecnológica, la precarización docente y la desigualdad estructural. No todos los alumnos tienen la misma conectividad, ni todos los maestros las mismas competencias digitales. Hablar de educación digital sin hablar de justicia social es, en el fondo, reproducir la desigualdad en clave tecnológica.
La pedagogía del siglo XXI, entonces, no puede reducirse a la incorporación de tablets o plataformas interactivas. Debe ser una pedagogía política, crítica y situada. Una pedagogía que reconozca que enseñar en la cultura digital no es competir con las pantallas, sino aprender a leerlas, cuestionarlas y habitarlas con sentido.
Las pantallas educan, sí. Pero el desafío está en que no lo hagan solas.
