Durante gran parte del siglo XX, el cine se pensó a sí mismo como una ventana hacia lo real. Desde el mito fundacional de los hermanos Lumière y aquel tren que parecía salirse de la pantalla, la promesa de la imagen en movimiento fue la de capturar el mundo tal cual es. Sin embargo, más de un siglo después, esa promesa se encuentra en disputa. El cine contemporáneo —atravesado por la digitalización, el espectáculo global y las narrativas híbridas— se mueve en una zona ambigua: la frontera difusa entre el documental y la ficción, entre la verdad y su simulacro.
La era del simulacro
El filósofo Jean Baudrillard advirtió hace décadas que vivimos en una época de simulacros, donde las representaciones no imitan la realidad sino que la sustituyen. En ese sentido, el cine ya no es un espejo del mundo, sino un laboratorio que fabrica mundos posibles.
Hoy, la “verdad” en el cine se construye con los mismos recursos con que se fabrica la ficción. Películas como Roma (Alfonso Cuarón, 2018), Nomadland (Chloé Zhao, 2020) o Argentina, 1985 (Santiago Mitre, 2022) funcionan como espejos emocionales de lo real: eligen actores no profesionales, locaciones reales, cámaras livianas, pero también los enmarcan dentro de una estética cuidadosamente diseñada. En esa tensión se revela el nuevo pacto del espectador: ya no buscamos la verdad factual, sino una verdad sensible.
El documental como espectáculo
El documental contemporáneo ha dejado de ser un espacio de resistencia o de registro neutral para convertirse, en muchos casos, en un producto estético con su propia gramática del espectáculo.
Netflix, Amazon o Mubi producen documentales que parecen películas de ficción: iluminación controlada, bandas sonoras emotivas, montaje narrativo y giros de guion. La verdad se vuelve guionizable. Lo que antes era testimonio ahora es storytelling.
El espectador —acostumbrado al ritmo de la ficción— exige una verdad entretenida. El testimonio sin ritmo, sin música o sin clímax narrativo parece carecer de valor comunicativo. En esa lógica, el documental adopta las formas del show: planos aéreos, color grading, estructuras de tres actos. La estética suplanta la crudeza.
Pero no todo está perdido. Cineastas como Patricio Guzmán, Wang Bing o Laura Poitras aún trabajan desde la materialidad del tiempo, el silencio y la observación, sin ceder al vértigo del mercado. En sus obras, el documental recupera su potencia política: mirar es un acto de resistencia.
La fábrica de la realidad
El cine industrial —ese sistema planetario de producción y circulación de imágenes— se ha vuelto un dispositivo de legitimación de discursos. Hollywood no solo narra historias: fabrica imaginarios globales. La industria es hoy una máquina de sentido que decide qué conflictos son visibles, qué cuerpos son filmables y qué emociones son exportables.
Cuando una película gana el Oscar al “mejor documental”, lo que se celebra no es la verdad, sino su versión más digerible. Los festivales internacionales funcionan como espacios de consagración simbólica, donde el exotismo del otro se vuelve rentable. El documental latinoamericano, por ejemplo, se consume en Europa como testimonio de una alteridad necesaria: pobreza, violencia, resistencia. La industria global del cine transforma la marginalidad en mercancía estética.
Entre el realismo y la virtualidad
La irrupción del cine digital y la inteligencia artificial reconfiguró la pregunta por la autenticidad de la imagen. ¿Qué significa hablar de realismo cuando una escena puede ser íntegramente generada por software?
Las imágenes ya no refieren necesariamente a un referente: existen por sí mismas, como signos flotantes. En la era del deepfake y los universos virtuales, el cine vuelve a su origen más radical: inventar realidades.
Sin embargo, lo que se pierde no es solo la confianza en la imagen, sino también la experiencia comunitaria del ver. En las plataformas, cada espectador construye su propio montaje del mundo, aislado en su dispositivo. El cine, que nació como rito colectivo, se fragmenta en una multitud de pantallas privadas.
El ojo y la sospecha
El cine contemporáneo nos enseña que la verdad ya no reside en el contenido de las imágenes, sino en la conciencia crítica con que las observamos. Cada plano lleva la huella de una mirada que selecciona, omite, encuadra.
El desafío del espectador del siglo XXI no es creer, sino leer. Leer las imágenes como textos políticos, como discursos ideológicos, como ficciones que se hacen pasar por verdades.
“Toda película es un documental del tiempo que la produjo”, decía Jean-Luc Godard.
Y en ese sentido, cada imagen de hoy —por más artificial que sea— es también un documento de nuestra época: una época en la que la verdad se produce, se edita y se distribuye como cualquier mercancía cultural.
Epílogo: una verdad fragmentaria
El cine, incluso el más realista, nunca fue una copia fiel del mundo. Fue, y sigue siendo, una interpretación. Pero en la era de los algoritmos, esa interpretación se vuelve una disputa política.
Entre la transparencia y el artificio, entre la observación y la manipulación, el cine contemporáneo construye una nueva verdad: una verdad fragmentaria, emocional y fugaz.
Quizás allí resida su potencia. No en la pretensión de mostrarnos el mundo “tal cual es”, sino en la capacidad de revelar lo que no vemos, lo que la realidad —esa construcción colectiva— insiste en ocultar.
Luces, cámara… verdad.
O lo que entendamos por ella.